Por Carlos Alberto Gutiérrez Aguilar
Fue a principios
de 1989 cuando vi por primera vez a Sergio Haro Cordero... para variar,
reporteando y tomando fotos. Había yo acudido al centro de la ciudad, al mitin
de presentación del proyecto de creación del PRD. Y ahí, mientras escuchaba a
un orador tras otro, observando el rostro imperturbable de Cuauhtémoc Cárdenas,
llamó mi atención un fotógrafo de cabellos largos, que se acercaba
cuidadosamente al ex candidato presidencial, cámara en mano y haciendo juegos
malabares para no caerse de la tarima.
¡Qué extraña manera de tomar fotos!, pensé; tan fácil que sería
colocarse bajo el personaje, o desde la lejanía captar una gráfica de conjunto.
En fin.
Meses después, acompañando al reportero Carlos Lima —del diario Novedades de Baja California—
para atestiguar un incidente en una casilla electoral ubicada por la colonia
Pro-Hogar, nos encontramos con Haro y su compañero Miguel Cervantes, del
semanario Zeta —ya los identificaba
yo, como su lector semanario—. Cuando nos retirábamos del lugar, una señora preguntó
a Sergio: “¿Usted es del Zeta?”. “Más
o menos”, le contestó él. No recuerdo lo demás, pero sí conservo la imagen de
un reportero modesto que no alardeaba de la posición que ya ocupaba en el medio
periodístico local.
En los dos o tres años siguientes, vi pocas veces a Sergio Haro.
Me parece que fue nuestra amiga Celina García —al igual que yo entonces,
reportera de La Crónica— quien nos
presentó; pero siempre me inhibía ante su rostro duro y mirada inquisidora,
aunque crecía en mí el respeto hacia su trabajo.
Mis recelos, sin embargo, paulatinamente dieron paso a una
relación de confianza. Acostumbrado a que otros periodistas —con años de
carrera, estrellas en su medio informativo, de trato cotidiano con los más
importantes políticos locales— guardaban para mí una actitud desdeñosa, o al
menos indulgente ante mi novatez, me agradaba sentir en Haro a un compañero, a
un maestro dispuesto a compartir sus conocimientos y experiencia, y sobre todo
a un amigo de consejo presto y mano siempre extendida. Por su actitud franca
descubrí que tras su aparente hosquedad brilla un corazón noble y abierto, un
espíritu de risa fácil y carcajada carrillera, y arraigadas convicciones de
compromiso social.
Llegamos a compartir esfuerzos, durante poco más de año y medio,
en el semanario Siete Días, que
afortunadamente quedó bajo su dirección. Fueron meses de observar de cerca su
pasión por el periodismo, su meticulosidad y agudeza en la investigación, su
honda preocupación por el devenir de la sociedad; pero, sobre todo, fue un
tiempo en que el amigo permaneció ahí, comprensivo ante los errores y las
flaquezas, pero también exigente del despliegue óptimo de las capacidades. Y
con la mano siempre extendida.
Hoy lo veo otra vez desde fuera. Platicamos poco, cada vez que nos
lo permiten nuestras propias actividades, pero seguimos siendo compañeros de
ideales. Me ha preocupado enterarme de las amenazas de que está siendo objeto.
Y es que en Baja California ya no necesitamos otro mártir del periodismo;
requerimos, sí, que Sergio Haro continúe su esfuerzo cotidiano, y que su
ejemplo se multiplique en las nuevas generaciones de periodistas, comprometidos
con la verdad.
Sus amigos y compañeros —ahora con nuestra mano extendida—
queremos que siga aquí.