REVISTA DE POR ACÁ

Con el objetivo de mostrar la cultura regional en todos sus aspectos, apareció en su segunda época en 2007, en formato electrónico.

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martes, 30 de septiembre de 2008

Y las exclamaciones se fueron apagando, ante tan triste espectáculo ballenero


Por Carlos Alberto Gutiérrez Aguilar


“¡Allá están las ballenas!”, gritó un jovencito, y todos corrieron a verlas de cerca, algunos con sus cámaras fotográficas o de video preparadas. Cincuenta metros adelante podía verse la nube de vapor; exhalación segura del mamífero que pasaba frente a la bahía de Todos los Santos, en Ensenada.

Transcurrieron los minutos y nada. Nada más. Sólo el viento helado que endurecía y doloría las orejas. Hacia el frente, el firmamento en dos azules, del cielo y del mar; a lo lejos apenas se distinguía, pequeñita, la otra embarcación que transportaba a turistas ávidos de sentirse cerca del majestuoso cetáceo. A la derecha y un poco hacia atrás, la isla de Todos los Santos, donde esperaban los lobos marinos a que se les visitara de regreso. A la izquierda, Punta Banda.

De repente otro grito: “¡Son delfines!”. Y por el altavoz, la guía del Museo de Ciencias de Ensenada informaba que sí, que el barquito atravesaba una colonia de delfines.

Y se dejaron venir, saltando fuera del agua, escabulléndose a las lentes de las cámaras, jugueteando alrededor de la nave, sumergiéndose bajo ella. “¡Es Flipper!”, dijo una niña. Uno de los animalitos brincolines asomó su cara, y pareció sonreírle divertido.

Por muy breve tiempo los pequeños cetáceos escoltaron la barca. Después no se vieron más. Pero al poco rato otra vez, una nueva colonia se atravesó al surcar por el agua. Y arriba los gritos, los clics aquí y allá, los empujones; abajo, el brincoteo y el juego.

Luego, otra vez la calma, que no se volvía modorra gracias a la expectativa, la esperanza, de que las ballenas ahora sí estuvieran cerca. Junto con el barquito se mecían los ánimos, que parecían elevarse y caerse a un ritmo acompasado.

Hasta que se divisaron. “A las nueve puede verse un grupo de ballenas”, dijo la guía por el micrófono, refiriéndose al lado izquierdo de la embarcación, pues para economizar explicaciones colocaba al espectador en una imaginaria carátula de reloj y de ahí le señalaba hacia dónde dirigir la vista. “A las nueve”, entonces, era “a la izquierda”, o como dicen los marinos, “a babor”.

Y la emoción de los viajeros contrastaba con el tono indiferente que se escuchaba por la bocina, tal vez porque la mujer de la voz estaba cierta de que no se vería gran cosa.

En efecto: por más que chicos y grandes se paraban sobre la punta de los pies, o corrían a la parte superior de la barca, apenas lograban distinguir parte del lomo de los grandes mamíferos que sobresalía por un instante para ser tragado de nuevo por las aguas. Si acaso, se erguía en ocasiones la aleta caudal, como saludando, y se hundía de nuevo.

El espectáculo se desarrolló de manera intermitente durante una media hora. Las exclamaciones se fueron apagando y los clics se espaciaron cada vez más.

“A las ocho están las ballenas...”, “a las nueve...”, “ahora podemos ver a las diez al mismo grupo de ballenas que...”. Era decreciente la atención que se le prestaba a la guía, quien ya estaba encarrerada explicando que el animal realmente es negro, pero su color gris se debe a los parásitos blancuzcos adheridos a su piel... y demás datos que, después de dos horas de navegación y tan pobre espectáculo, ya no resultaban en absoluto interesantes.

Mientras los cetáceos proseguían con su actividad, indiferentes a quienes los visitaban, un grupo de secundarianos de Mexicali optaba por repartirse una naranja, mientras otros se refugiaban del aire helado en el camarote comedor. Poco después dormían plácidamente.

No abandonaron el compartimiento ni siquiera cuando uno de los guías los invitó a salir a apreciar a los lobos marinos de la isla de Todos los Santos. Hicieron bien: a un kilómetro de distancia, cerca del edificio de la cooperativa de pescadores de abulón, se apreciaban unas manchas negras sobre la playa que, al decir de una aguda observadora, eran los lobos marinos. Y fue todo.

El regreso al puerto de Ensenada ya no deparó emociones fuertes. El camarote comedor se llenó de ronquidos y rostros babeantes. La barca se desplazó a menor velocidad, pues debía remolcar a su compañera, que se encontraba sin batería.

El alma volvió a los viajeros gracias a los ladridos y las piruetas de dos focas que recibieron los navíos en los muelles. Las cámaras resucitaron y las risas se escucharon de nuevo por doquier.

Sólo por los tiernos ojos de las focas la travesía valió la pena.


Publicado en el semanario Sietedías el 23 de febrero de 1997.

2 comentarios:

Federico M. Osorio M. dijo...

He leído varios de tus artículos y me gusta tu estilo. Desde joven tenías aptitud para este oficio. Te distinguiste en la secundaria como un alumno ejemplar.

¡Qué bueno que fuiste mi alumno!

Escríbeme me dará mucho gusto leer tus líneas.

tecnica-20@hotmail.com

Un abrazo desde Cancún

Profr. Federico Osorio Mugarte

Federico M. Osorio M. dijo...

Un buen trabajo ¡Felicidades!